Una de las imágenes más viejas que tengo de aquellos diciembres es la de un arbolito de navidad forrado en algodón blanco, con bolas de colores brillantes, puesto en una esquina de la sala de la casa. De pronto, el mundo comenzó a temblar y todo parecía hacer parte de un cataclismo, palabra que mamá usaba en ocasiones límite. El arbolito, apoyado en un tarro metálico de galletas, cubierto de luminoso papel celofán, se desplomó y las bolas de fantasía se volvieron añicos.
Era el diciembre de 1962, un año de temblores de tierra y de caídas de catedrales. A nosotros, uno de ellos nos tumbó las ilusiones de tener un diciembre luminoso, porque, en un ataque de desesperación, la Mona (así le decían a mamá) tomó el árbol en vilo y lo tiró a una caneca de desperdicios. Vivíamos entonces en el barrio Manchester, de Bello, a una cuadra de la estación del ferrocarril (ya desaparecida), donde además se levantaba una ramada con una iglesia, la de Santa Inés, en la que cantaban villancicos y el 24 arrojaban voladores, no sé sabe si con el consentimiento de un cura colorado y cachetón, el padre Enrique, de cuyo apellido ya no me acuerdo. En una emisora de radio, creo que era La voz de las Américas, sonaban villancicos, casi todos venezolanos, según supe después, y que nos aprendimos sin darnos cuenta, como Tutaina y El burrito sabanero, así como de Venezuela era una canción lloriqueante, que sonaba casi a la medianoche del 31 de diciembre: Faltan cinco pa’ las doce, de Oswaldo Oropeza e interpretada por Néstor Zavarce.
Entonces en la ciudad había fábricas por doquier, textileras casi todas, con pitos que tenían, sin que lo supiéramos entonces, los acentos del conductismo colectivo o de los reflejos condicionados. En aquellos diciembres, para dar la bienvenida al Año Nuevo, sonaban esas sirenas obreras que se sumaban a las de los bomberos y a los estallidos multitudinarios de los voladores y otras pólvoras detonantes. Aquellos diciembres, con vecinos parranderos, con “marranadas” y traídos sorpresa, eran una metamorfosis del barrio. Las calles se adornaban con guirnaldas, pasacalles de periódico recortados a modo de banderines o de papel de seda, y el cielo, día y noche, era atravesado por decenas de globos multicolores y con nombres según su forma: un chorizo, una caja, un cojín, un marrano…
(Medellín, XII-2023)